La locura a través de los siglos (I)
De la Edad de Piedra a Hipócrates
Juan Fernández Blanco
La locura, probablemente presente desde que el ser humano lo es, se ha manifestado a lo largo del tiempo como una realidad un tanto oscura, casi se podría decir que criptica, y no menos controvertida. Sobre ella se han dicho cosas distintas y contradic-torias. Hemos convivido con ella de mil modos y la hemos tratado de controlar de mil maneras. A lo largo de la historia la hemos temido, ignorado e incluso aceptado. En consecuencia, a las personas que la han sufrido las hemos marginado, excluido y también puede que idolatrado.
Quién sabe, pero tal vez la otrora llamada demencia precoz sea tan antigua como la propia humanidad. Dicen que esos señores que andan revolviendo entre las piedras y agujereando con picos y palas la tierra, esos que llaman arqueólogos, han hallado cráneos datados nada menos que cinco mil años a.c. con señales de trepanación.
Por aquel entonces, en la llamada Edad de Piedra, las sociedades imperantes dieron lugar a una cultura preliteraria. Cultura caracterizada por un pensamiento mágico y
animista desde el que se sustentaba la creencia de que la posesión por seres malignos y sobrenaturales, explicaba la enajenación. Eran los dioses enojados los que enviaban enfermedades y espíritus perversos para castigar la maldad o la desobediencia humana. La locura no era, para estos pueblos primitivos, nada distinto a una fuerza diabólica capaz de poseer a la persona instalándose en su ser. Reparase cómo el núcleo de estas explicaciones, la posesión, ha viajado a lo largo de los milenios llegando incluso a perdurar en el vocabulario contemporáneo. No en vano se utilizó, no hace mucho, la palabra poseso para designar a quienes sufrían psicosis.
Resulta tan curioso como sorprendente observar cómo hace cinco milenios ya proponían a la cabeza (el cerebro) como lugar de asiento de la alienación. Si las divinidades castigaban a los humanos desprotegiéndolos para que su cerebro fuera presa fácil de perversos engendros, los humanos sólo podían o resignarse, o agujerear el cráneo del poseído para desalojar de allí al mal espíritu invasor. Uno de esos espíritus invasores era Idta, genio maléfico que en Mesopotamia causaba vesania.
Las explicaciones demonológicas no expiraron con el fin de la Edad de Piedra. Los primeros mitos religiosos y las ancestrales fábulas heroicas siguieron presentando la locura en forma de fatalidad o castigo demiúrgico. Por ello, dejaban su diagnóstico, decidir si lo que se manifestaba era o no insania, en manos de los sacerdotes. Encantamientos, augurios, adivinaciones, oraciones y sacrificios presuntamente salvíficos eran prácticas rituales a las que los clérigos se entregaban en los templos consagrados a Asclepio, dios de la medicina, para superar la fatalidad enajenante o expiar el castigo enloquecedor.
Esta visión sobrenatural de la insipiencia no sólo hacia descansar su etiología en démones perversos. Otras fuerzas y poderes mágicos y sobrehumanos explicaban la causa de la locura. Si los hallazgos arqueológicos de cráneos trepanados parecían avalar la hipótesis de que la locura la achacaban a fuerzas demoníacas, los estudios etnográficos avalarían que también podría explicarse en términos mágicos o fabulo-sos. Estos estudios se realizaron en sociedades contemporáneas cuya evolución cult-ural podría ser parangonable a la del paleolítico y neolítico. En ellas no es extraño en-contrar la creencia de que hay personas que tienen poderes especiales. Por ejemplo, los chamanes. De ellos dicen que se comunican con los espíritus de quienes reciben la impronta que les permite realizar, a través de rituales, sanaciones, exorcismos, adivi-naciones, visiones y alteraciones de la percepción colectiva de la realidad. Nótese que al menos algunas de las cosas que los chamanes dicen y dicen que hacen pueden identificarse con algunos síntomas de locura. Por esta razón se supone que, en las so-ciedades a las que se alude, si alguien tiene conductas sintomáticas, se le podría, des-de un pensamiento mágico colectivo, asignar el rol de chaman.
Todas estas concepciones metafísicas periclitaron en la Grecia clásica (2500 a.c.-I d.c.). Como en tantos otros temas, la madre de la cultura occidental, supuso un punto y aparte en el modo de concebir la perturbación mental. Tal vez fue ésta, la civilización pionera en nombrar la locura como dolencia orgánica. Los griegos, sacándola de la superchería y los ensalmos, ponían en tela de juicio la creencia arcaica que relacionaba a la locura con lo sobrenatural, con la posesión satánica. De ella se decía que formaba parte de la condición humana y por tanto de lo natural (de la naturaleza).
Para Pitágoras (siglo VI a.C.), el cerebro es el asiento del intelecto. Por eso en él, y no en otro lugar, deben radicar las enfermedades mentales ya que es al intelecto al que más ataca esta patología. Hipócrates (460-377 a. C), en su Teoría Humoral explica la salud y la enfermedad por el equilibrio-desequilibrio de los humores orgánicos. Es en este equilibrio o desequilibrio de procesos somáticos dónde puede encontrarse la respuesta más acertada. No existen pues para Hipócrates, mitologías ni fenómeno sobrenatural alguno que embargue a los demenciados.
La teoría hipocrática explicaba cómo el equilibrio de los humores, que eran sustancias licuosas básicas, bilis negra, bilis, flema y sangre, conducía a la salud. Su desequilibrio, a la dolencia. Además, ese juego de equilibrio versus desequilibrio daba cuenta de los temperamentos: el sanguíneo, el colérico, el flemático y el melancólico. Bien se podría decir, entonces, que aquí se halla el antecedente histórico, o la primera formulación, de una teoría de la personalidad.
Hipócrates, en clara oposición a cábalas sobrenaturales, advertía que los hombres deben saber que es del cerebro, y solo del cerebro, de donde provienen nuestros placeres, alegrías, risas y bromas, lo mismo que nuestros pesares, penas, congojas, y lágrimas. Para el padre de la medicina, sólo a través del cerebro podemos pensar y es ese mismo cerebro que nos da la razón el que, cuando la pierde, nos torna locos o delirantes, nos produce desatinos intempestivos y amargas ansiedades.
¿Y cómo explicaba Hipócrates que el cerebro pudiese llegar a quedar sin-razón? La explicación que daba, claro está, también tenía que ver con la descompensación o desequilibrio de los fluidos corporales. Recuérdese que, en la teoría hipocrática, la enfermedad, incluida la mental, sólo sobreviene cuando uno de los fluidos corporales mengua o se torna pletórico. No hay que aguzar demasiado el ingenio para entrever que en Hipócrates podemos encontrar la versión más prístina de la actual explicación biologicista de los delirios y las alucinaciones.
Explicación que asegura que estos síntomas, se manifiestan a causa de una descompensación o desequilibrio de los neurotransmisores cerebrales. Basta con cambiar humores por neurotransmisores para hallar la analogía. Las dos explicaciones, la hipocrática y la actual, son biologicistas y cerebrocentristas y las dos imputan a sustancias del organismo (humores y neurotransmisores) la causalidad directa de este grave trastorno.
Para el médico de Cos, la locura forma parte de la condición humana y de ella es con-sustancial por eso no tiene sentido buscar su etiología fuera, o más allá, de dicha condición. La modernidad y actualidad de este pensamiento nos obliga, una vez más, a reconocer que lo que hoy presentamos como novedoso y audaz ya se formuló hace milenios. Pero como quizá tengamos ocasión de contar, el progreso y el avance a lo largo de la historia, en esta como en tantas otras materias, no fue lineal ni mucho menos ininterrumpido.
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