Sus padres creyeron que no podría olvidarlo nunca. Lidia, de tres años, se encontraba jugando en el patio de la escuela infantil junto a otros niños de su edad. Cogía arena con sus pequeñas manos, percibÍa su tacto rugoso, lo poco que pesaba, lo moldeable que se mostraba al obedecer sus deseos de agrupar los granos en pequeñas montañas. La podía hacer cambiar de lugar, si quería, tirándola al suelo para luego recuperarla, sin perderla. Su juego no tenía fin y su cerebro percibía la relación de poder que ella ejercía sobre su entorno, cambiándolo, transformándolo a su antojo.
Contenta, Lidia, se agachó para recoger con su pequeña mano otro puñado, lentamente, sin preocuparse de lo que ocurría a su alrededor. Pero estaba a punto de desencadenarse una pequeña gran tragedia...
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Muy tranquilizador saber cómo funcionan las cosas; en este caso, la mente humana. Gracias
❤️❤️❤️
A veces es difícil saber si es mejor tener recuerdos o no...
¡Qué buen y útil artículo!
Siempre se ha dicho que no tener recuerdos de la infancia, o muy pocos, es signo de una infancia feliz. Si eso fuera cierto, entonces significaría que los malos recuerdos dejan más huella que los buenos. ¿Es así?