Los seres vivos somos como nos relacionamos, y ello tanto más cuanto más complejo es el organismo. Dentro de las relaciones que tiene un organismo con su entorno, la comunicación es la forma superior de relación y la única que tiene capacidad de generar cultura. Es posible que haya comunicación pero no cultura, como se puede comprobar en un hormiguero; pero lo que no es posible es que haya cultura sin comunicación.
No es objeto de estas líneas entrar en el debate sobre si existen atisbos de cultura entre algunos mamíferos superiores (chimpancés, bonobos, gorilas, orangutanes, delfines y elefantes) con innegable capacidad de comunicación, aunque ciertamente limitada. Por ejemplo, por determinadas actitudes colectivas ante la muerte de un congénere. Pero sí lo es, y por eso los cito a cuenta, que coinciden esas manifestaciones protoculturales con especies cuyos individuos tienen conciencia de sí mismos, lo que se ha podido comprobar experimentalmente por su comportamiento ante un espejo en innumerables ocasiones.
Parece, por tanto, que la comunicación se produce con éxito si el individuo que pretende comunicarse tiene en alguna medida sensación de ser un “yo” que lo está haciendo con un “otro”, al que reconoce como semejante pero diferenciado de sí mismo, y al que tiene algo que decir y del que espera algún tipo de respuesta. El trayecto entre una comunicación entre individuos que permite transmitir conocimiento para tallar adecuadamente una lasca de sílex y una comunicación entre personas y dispositivos de todo el planeta a través de Internet para fotografiar al agujero negro situado en el centro de la Vía Láctea es lo que denominamos proceso de civilización, expresado a través de diferentes culturas temporales y geográficas.
Es lícito preguntarse si los individuos que se transmitían la técnica del tallado de pedernal son el mismo tipo de ser humano que los astrónomos, astrofísicos e informáticos que lograron obtener hace pocos años la primera imagen de Sagitario A*. La respuesta podría, quizá debería ser, depende. Si lo miramos biológicamente, parece que evidentemente sí: Homo sapiens ambos.
Pero si lo analizamos culturalmente, es claro que no. Unos y otros, separados por cientos de miles de años y cientos de culturas, tienen visiones demasiado diferentes del mundo y de sí mismos como para poder identificarlos como un mismo tipo de ser humano. Sus respuestas ante lo que acontece son demasiado diferentes, aunque el equipo biológico proporcionado de serie por la naturaleza sea el mismo.
Pero, ¿es realmente el mismo? Pues otra vez, depende. Inicialmente sí, pero durante el desarrollo de la vida individual se producen cambios anatomofisiológicos sutiles pero determinantes. Hay unos cuantos, pero me estoy refiriendo ahora específicamente a las sinapsis neuronales, a las conexiones de naturaleza eléctrica y bioquímica que transmiten información entre las células cerebrales y de estas con otros órganos. Las sinapsis tienen una característica específica, que es la plasticidad, que les permite cambiar para adaptarse a la actividad neuronal variable. Lo que resulta fundamental para el aprendizaje y la memoria, ya que facilita que las conexiones sinápticas se refuercen o se debiliten según varía la frecuencia y la sincronización de la actividad neuronal. Ello a su vez redunda en la toma de decisiones.
A lo largo de la vida de los individuos estas conexiones sinápticas varían en buena medida, constituyendo así redes neuronales distintas, con capacidades y limitaciones en función de sus aprendizajes, de las actividades que desarrollan y de la edad, generando diferentes habilidades en un proceso redundante interactivo en el que una red neuronal es causa de una habilidad cuya práctica a su vez es causa de una nueva red neuronal.
Lo que permite responder ahora con más conocimiento a la pregunta anterior: ¿tienen semejantes conexiones sinápticas y desarrollan redes neuronales igualmente capacitantes los individuos que se transmitían la técnica del tallado de pedernal y quienes obtuvieron la primera imagen de Sagitario A*? La respuesta es: tajantemente, no.
No pueden unos y otros ver el mundo y a sí mismos de manera semejante. No disponen del mismo equipo biológico aunque lo parezca a primera vista. Y no, no es que estén unos intelectualmente más entrenados que otros. Es que son verdaderamente diferentes. Son la misma especie humana, pero en distinta fase.
Por lo tanto, las culturas que unos y otros son capaces de generar nada o muy poco tienen que ver, son demasiado distantes. Porque son tan distintos entre sí como lo pueden ser un niño de dos años, un adulto de treinta y un anciano terminal de noventa, que no viven el mundo ni viven en el mundo de la misma manera.
Y si son tan distintos, cabe formularse una nueva pregunta: ¿podrían comunicarse entre sí, con sentido, esos humanos en fase distinta y culturas tan distantes? La experiencia histórica nos dice que no. Pueden hacerlo sin sentido, eso sí; pero además con un resultado siempre demoledor para la menos sofisticada: acaba desapareciendo o manteniéndose subvencionada y dependiente como una caricatura de sí misma, véase el caso de los indios de Norteamérica.
Decía antes que el proceso civilizatorio puede verse como resultado de los progresos comunicativos, y en ese sentido se puede poner de manifiesto que asistimos desde la década de los noventa del pasado siglo, fecha de nacimiento de la World Wide Web, el actual Internet, a la mayor experiencia comunicativa de todos los tiempos, pero además sin posibilidad de parangón con nada anterior, ni siquiera por supuesto con la escritura o la imprenta.
Es, sencillamente, algo de otro nivel, que ha penetrado profundamente todos y cada uno de los aspectos de la vida humana. Algo además sin lo que nuestro modo de vida no sería posible.
Por cierto, ¿sabemos realmente qué es Internet? Internet son relaciones entre dispositivos que a su vez se relacionan con seres humanos o con otros dispositivos. Por ejemplo, tomemos un invernadero actual. Requiere muy poca intervención humana en comparación con otras épocas. Son los dispositivos, las comunicaciones y el software quienes lo gestionan. Los niveles de humedad y temperatura y el suministro de agua y nutrientes están controlados por sensores y válvulas conectados a un ordenador cuyo programa determina si hay que subir o bajar alguno de los niveles. El tamaño de los frutos o la presencia de malas hierbas (raras en el ambiente semihermético de un invernadero) se controlan mediante cámaras de vigilancia igualmente gestionadas por el software. La intervención humana se limita a la plantación de semillas, a alguna intervención esporádica, a la recogida de frutos y al mantenimiento y limpieza entre cosechas. Esto es una pequeña red.
Ahora pensemos en varios invernaderos, de gran tamaño, situados en diferentes localidades y gestionados por un software que es el hermano mayor de la versión anterior. Esto es una gran red. Y ahora pensemos, por qué no, en muchos invernaderos con diferentes productos vegetales, en diferentes latitudes y épocas del año, a su vez conectados con grandes almacenes mayoristas de frutas y verduras, con cámaras frigoríficas, con programa que determinan el momento idóneo para llevar la producción de un invernadero concreto a una cámara frigorífica determinada. Esto es una red de redes.
O sea, estamos hablando de Internet. De kilómetros de cable, de dispositivos de comunicación inalámbrica y de centros de datos en los que se almacenan y se replican potenciadas las señales digitales, los ceros y unos. A esa red conectamos nuestro ordenador personal y nuestro móvil.
Y lo mismo que los invernaderos y nosotros hacen todas las empresas.
Todos los hospitales, todos los aeropuertos, todas las centrales eléctricas, todas las compañías de seguros, todos los bancos, los fabricantes de automóviles, todas las centrales suministradoras de agua potable y de saneamiento… sin olvidar, por supuesto, a la Agencia Tributaria, ni a Tik Tok ni a Telegram. Ni a las Fuerzas Armadas.
Hoy todo es Internet e Internet es todo. No es comunicación, es La Comunicación. Pero no es exactamente igual para todos. Es un fastidio quedarse sin señal en el móvil un par de horas. Pero que un banco o una agencia bróker se quede sin Internet un par de horas es una catástrofe económica que puede hacer perder muchos millones a mucha gente poderosa. Entonces, hay que redundar seguridad, hay que replicar cables, sistemas y dispositivos. Hay que ampliar el tamaño y multiplicar el número de centros de datos.
De esto son perfectamente conscientes gobiernos y grandes corporaciones, organismos internacionales y hasta los paraísos fiscales.
De Internet dependen los mercados de futuros de emisiones de CO2, de trigo y de petróleo. Pero también depende de Internet que la semana que viene siga saliendo agua potable del grifo en casa y que nuestro médico de familia pueda acceder a nuestra historia clínica en la próxima visita.
Nosotros y todas las personas que podrían intervenir en los procesos mencionados tenemos algo en común en nuestras redes neuronales, si bien en mayor o menor medida, con mayores o menores habilidades y capacidades: la relación con Internet. Salvo los humanos de muy poca edad o en circunstancias o zonas geográficas especiales, todos estamos más o menos conectados e interaccionando continuamente; es decir, aplicando nuestra plasticidad sináptica para comunicarnos cada vez de manera más compleja y completa. Adquiriendo nuevas habilidades. Siendo cada vez un poco más distintos. Participando en nuevas formas de cultura e incluso, quizá provocándolas, si bien esto es muy raro. Experimentando nuevas relaciones sociales. Es definitiva, gestando civilización, y cada vez a mayor velocidad. ¿Podrían ser de otra manera las cosas?
Podrían, sí. No es probable, precisamente porque los gobiernos son perfectamente conscientes del riesgo, pero una concatenación de accidentes y sabotajes podría hacer caer Internet. No me refiero a unas horas, ni siquiera unos días. Estoy hablando de un periodo de tiempo indeterminado. Todo Internet, en todas las partes del mundo. Es el apocalipsis comunicacional.
No hay comunicaciones, no funciona nada. No hay suministro de energía, no hay agua corriente. Por supuesto, no ocurre el primer día, ni el segundo. Quizá a la semana o a los diez días. Pero a partir de ese momento ya no hay. ¿Qué hacen entonces nuestras sinapsis, nuestras redes neuronales? Ya no están preparadas para ese mundo. No sobreviviríamos. Al menos, no en las grandes ciudades. Quizá sí en las zonas rurales, y con más capacidad de supervivencia cuanto más vacías estén. Pero queda claro que nuestra fase cultural dejaría de existir y los humanos que lo hagan se retrotraerían a alguna fase anterior.
No continúo con el tema porque no es mi intención escribir una distopía más o menos posible, pero sí añado que tengo previsto un escenario B y éste tiene más visos de verosimilitud que el anterior.
¿Cuánto estarías dispuesto a pagar por mantener Internet como lo tienes actualmente, incluso un poco mejorado? Porque que la red de redes se caiga catastróficamente es poco probable; pero que hagan caja, mucha caja con él, quien pueda hacerlo, lo es cada vez más. No hablo de decenas de euros, hablo de cientos de euros al mes. Tus redes neuronales decidirán.
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Me ha hecho pensar mucho, muy buen artículo
Veo muy difícil que haya una caída general y prolongada de Internet, por la propia naturaleza de la red. No tiene un principio ni un fin, es una acumulacion de conexiones. A no ser que ocurra un evento Carrington, claro, una gran tormenta solar como la de 1859, que inutilizó la incipiente red telegráfica.
xarlamontoya
hace 2 días
"Para las mujeres, retrotraernos a estructuras mentales de hace siglos sería espantoso. No lo quiero ni contemplar."
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Lo suscribo al cien por cien. En las sociedades occidentales las mujeres estamos en pie de igualdad con los hmbres, pero no hay más que mirar a los países islámicos, por ejemplo, para que quede claro donde no queremos estar: en esa fase mental
Siempre se necesitará algún sitio donde tomar una copa de última hora y charlar con el barman
Para las mujeres, retrotraernos a estructuras mentales de hace siglos sería espantoso. No lo quiero ni contemplar.